sábado, 26 de noviembre de 2016

Muere fidel castro

El retrato del hombre universal

Fidel Castro, el cubano que puso a tambalear al siglo veinte, pasa a la vida eterna de la historia.


A Fidel Castro lo fotografiaron decenas, cientos de veces: con su traje verde oliva y sus aires de hombre viril, firme y decidido; jovial, con casco, bate y uniforme de beisbolista; de corbata, haciendo desaires a Clinton en Nueva York; a carcajadas, puro en mano y en diálogo con García Márquez; usando sudadera, extenuado, vencido por su enfermedad, y así una lista tan eterna como serán su barba y su perfil. Sin embargo, en más de 50 años de revolución, el líder solo posó para un pintor.
Su célebre mal temperamento, hizo que pocos lo imaginaran sereno, mudo, con la mirada fija en un artista. Lo cierto es que, mal que bien, el hecho ocurrió.

En cuatro ocasiones Castro estuvo frente al lienzo del ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. Tal vez porque el pintor era indígena, devoto del socialismo o porque se declaraba admirador de las hazañas del cubano, éste, a regañadientes, accedió.
El primer intento ocurrió una noche de mayo del 61. Estaban en una terraza y la escasa luz la daban unos pocos candiles. El líder encendió un tabaco y durante horas lanzó un torrente de preguntas sobre pintura, geografía del Ecuador, política y arte.
Según cuenta Pedro Martínez, periodista de La Habana que presenció aquella noche, Fidel era humanamente incapaz de permanecer quieto y callado.
Cruzaba las piernas, se ponía de pie, volvía a los diálogos, al tabaco, preguntaba qué tipo de pincel era ese, de dónde venían los óleos y, sobre todo, cuánto tiempo faltaba.
La experiencia, concluye Martínez, fue tormentosa, hasta que el líder dijo que ya era suficiente, que las tareas de la revolución lo esperaban y que debía partir. Entonces el pintor guardó los rasgos en su memoria y retrató a un Castro joven, vital, enérgico.
Los siguientes cuadros, en el 81, en el 86 y en el 96, el día del cumpleaños número 70 del entonces mandatario, dan cuenta de su evolución, de cómo su barba se fue encaneciendo, el rostro se puso lánguido y Fidel, la última gran leyenda de la izquierda en el mundo, se apagaba.
En 2002, antes de morir, Guayasamín, que también pintó al guitarrista Paco de Lucía, a Gabo y a Mercedes Sosa, dijo que Fidel era el único personaje a quien no había podido atrapar en un solo cuadro, que tenía tantas facetas que si lo pintara 20, 30 veces no serían suficientes para captar cada una de sus maneras profundas de ser. Y qué gran certeza. Para este perfil, dos de sus maneras, el comandante íntimo y el público, con seguridad serán insuficientes.
El Fidel íntimo
Para los cubanos hay una gran diferencia entre ser bueno y ser chévere. Bueno es el de corazón implacable, el que ama sin medida, y para Emilio Ichikawa, filósofo de La Universidad de La Habana y colaborador de El Nuevo Herald, Fidel estaba entre los chéveres: “Ponía el brazo sobre el hombro de mucha gente, como en cualquier país caribeño, pero su círculo de confianza era tan reducido que casi ninguno de los que creía estar ahí realmente lo estaba”.
Ni siquiera Alina Fernández, su hija extramatrimonial con Natalia Revuelta, una rubia de ojos verdes que prestaba su casa y su corazón a un carismático estudiante de apellido Castro, mientras éste cocinaba una revolución.
Alina, que prefiere llamar “tirano” a su padre de sangre, revela que, incluso con ella y su madre, Castro siempre mantuvo un secreto obsesivo sobre su vida privada.
Tal vez para mostrar a toda costa una imagen sobrehumana de sí mismo, jamás se dejó sorprender sin sus atavíos de militar, y aún así, dejó pistas sueltas que décadas después, en el relato que hace su hija desde Miami, muestran a un Fidel más dócil que el de las pantallas.
Era un visitante nocturno, tierno y agradable”, comienza. “No constante, pero sí bastante consecuente después de largos periodos en que desaparecía”, continúa.
De niña lo vio entrar a su casa varias veces, y aunque era el mismo, le parecía distinto al hombre de la televisión que hablaba hasta nueve horas seguidas.
Lo recuerda conversando en el sofá de su sala, bebiendo café con leche y lúcido a las 2 de la madrugada.
Era hábil y ella no olvida que sus dedos de niña se perdían entre los de él mientras el uno intentaba atrapar las manos del otro con una palmada juguetona.
Pocas veces se quedaba callado y aunque su carácter era fuerte, padre e hija nunca tuvieron una confrontación violenta, aun cuando el Gobierno la consideró disidente, ella escribió un libro contra él y huyó a los brazos del siempre enemigo de Cuba, Estados Unidos.
“Ojalá me pareciera a mi madre, que es más bella que cualquier actriz de cine”, dice resignada. Pero Alina tiene los ojos y el color de piel de Fidel Castro y, aunque no lo admita, tiene un poco de su ardor.
La hija del ‘comandante’ estaba, pues, por fuera de su círculo de confianza. Conoció su casa en la playa, su residencia en La Habana -que aunque era grande y buena no era la mejor del barrio- y su oficina de amplios ventanales donde solía mantener un puño de semillas de anacardos para mantener a pulso la ansiedad. Sin embargo, nunca llegó al famoso Punto Cero, como llaman los cubanos al lugar “desconocido” donde Castro vivía con su familia.
Gabriel García Márquez, al parecer, estuvo tan cerca como pocos. En ‘El Fidel que creo conocer’, publicado hace más de una veintena de años, revela con detalles cuán próximos eran: sabía que dormía a retazos, que sus conversaciones duraban un promedio de tres horas, que leía desde tratados de hidroponía hasta novelas de amor, que un día dejó el tabaco por tener autoridad moral para combatir el tabaquismo, que su apetito era insaciable, que quería reencarnar en escritor, que conocía a fondo los veintiocho tomos de la obra de José Martí y que a veces evocaba “los amaneceres pastorales de su infancia rural, la novia juvenil que se fue”.
De todas formas, el nobel admitió que “es tal el pudor con que Fidel protege su intimidad que su vida privada ha terminado por ser el enigma más hermético de su leyenda”.
Su intimidad y su longevidad, porque se habla de que en su contra hubo más de 200 intentos de asesinato, sus enemigos lo dieron varias veces por muerto y aún así, antes del 2006, el único dirigente vivo que le aventajaba en número de años en el poder era el rey Bhumibol de Tailandia.
En su mandato, Fidel, como pocos, vio derrumbarse el Muro de Berlín, extinguirse a la Unión Soviética y pasar a once presidentes por la Casa Blanca, pero los héroes, antihéroes o como se prefiera catalogarlo, también flaquean.
El 31 de julio del 2006, la televisión estatal anunciaba que Castro dejaba temporalmente el poder por una misteriosa enfermedad intestinal y tras casi 50 años gobernando cedía el poder a su hermano Raúl.
Muchos celebraron, pero muchos también se sintieron como huérfanos. El 70 por ciento de los cubanos nacieron después de 1959 y no conocían a otro gobernante. Desde entonces la patria ya sentía la muerte de su amado, odiado padre.
El Castro público
Alina Fernández admiraba poco de Fidel, pero su inteligencia política, su manera de aprovechar la época para ganarse una posición, dice, lo hicieron el hombre más influyente ideológicamente del siglo XX.
Según Emilio Ichikawa, ‘el comandante’ era un político natural, con olfato para saber dónde y cómo podía dominar.
Joven, cuando llegó a La Habana a estudiar leyes, se dio cuenta de que había muchas personas opuestas al gobierno de turno de Fulgencio Batista, pero ellos solo aspiraban a hacer carrera en los partidos, a tener un cartón y a emprender pequeñas reformas. Él, en cambio, sabía que con esos deseos no era suficiente. La lucha armada ya rondaba en su cabeza.
Pero para Ichikawa, impresionaba más la forma en que Castro, aún proviniendo de una familia acaudalada, se convirtió en un intérprete de su pueblo. “Desde hace 50 años conocía la sicología de un cubano de a pie, por eso en reuniones importantes lo vimos rodeado de guajiros humildes que se ilustraron, nunca de grandes intelectuales; tampoco de políticos tradicionales, sino de personas sencillas y leales”, afirma.
Carlos Patiño, amante de la historia de Cuba y director del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia, menciona los aciertos y traspiés de Castro. Para él, el gobernante supo poner su nombre y el de su minúscula isla en la escena internacional.
Por un lado, envió a miles de soldados y técnicos a las grandes 'causas internacionalistas': las guerras de Angola y Etiopía, los intentos revolucionarios de América Latina, como el de Allende en Chile, el de Chávez en Venezuela y el de las guerrillas colombianas.
Por el otro, su incidencia en la Guerra Fría terminó por dejarlo en el imaginario mundial, pero querer armar una economía autónoma en una isla cerrada y con el apoyo de una Unión Soviética que tarde o temprano vería su fin le costaron el hambre de su pueblo y el descrédito, así como los cientos de fusilados y prisioneros, su obsesión por privar de libertades, sus ideas conservadoras de vieja escuela y la frustración que provocaba en muchos que el caudillo se diera la buena vida mientras en Cuba vivían de migajas.
Aún así, dice Carlos, habiendo hecho el bien o el mal, no hay duda de que Fidel fue el último hombre universal, al menos el último de este siglo.
Un caudillo solo y triste
En sus últimos días, el mundo vio cómo Fidel se convertía en un viejo vestido con pijama y pantuflas. En un viejo bien atendido, respetado, con amigos y todavía más enemigos, pero al fin y al cabo, dice Emilio Ichikawa, “en un viejo flaco, solo y sentimental”.
Según cuenta, en Miami, la capital del exilio cubano, dejaron de ser frecuentes los programas humorísticos que imitaban la voz y la figura del líder. También se fueron esfumando los carteles y debates que lo dejaban mal o bien parado. “Como si en vida la gente lo hubiera dado por muerto”.
Incluso, buena parte de sus últimas publicaciones en el diario oficial Granma aparecieron en páginas interiores y no en la portada, como fue costumbre por décadas.
Este Fidel Castro recuerda al Simón Bolívar melancólico, enfermo y perturbado que documentó García Márquez en ‘El general en su laberinto’.
Bolívar “había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europeas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran”, escribió Gabo, sin sospechar, tal vez, que su fiel amigo, el cubano que había enviado 1.500 botellas de ron a Estocolmo para aplaudir su premio Nobel y que lo sorprendía con largas visitas de madrugada cuando coincidían en La Habana, tendría un final no muy distinto.
Desde hace años, Castro se hizo inmortal en los libros de historia y en las ideas de este y otros siglos. Incluso, según lo mostró un experimento del arquitecto Rafael Fornés en la Universidad de Miami, sus estudiantes norteamericanos imaginaban a principios del 2000 gigantescos mausoleos, casi santuarios, para dar sepultura a Castro. Pero, según dice Ichikawa, el que fue su presidente no escapó de una ineludible maldición, esa de que “todos los caudillos de América Latina mueren solos y tristes”.

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